lunes, 26 de enero de 2009

"La mano del muerto" por Alejandro Dumas o el libro que desearía nunca haber leído.


“El Conde de Montecristo” es mi novela favorita, de eso no cabe duda. Pues bien, cuando me lancé a la caza de esta segunda parte encontré muchas dificultades en encontrar una edición decente. Por fin estas Navidades, Laura me lo regaló pues sabía que tras años de infructuosa búsqueda no había logrado encontrarlo. Parto de este agradecimiento porque el resto de la entrada va a ser ligeramente incendiario, y no quiero bajo ningún concepto que pueda pensar que desprecio su regalo.

Pues bien, habiendo sentado esto pasemos al tema que nos ocupa: “La mano del muerto : continuación de El Conde de Montecristo” por Alejandro Dumas Padre. Este folletín se publicó siempre con el subtítulo de “Continuación de El Conde de Montecristo” y se ha puesto numerosas veces en duda si su autoría pertenece realmente o no a Dumas. Yo mantengo que esta suerte de novelucha simple y precipitada no es del maestro francés. Los personajes ofrecen una bidimensionalidad anodina, centrados y sin matices. Las interacciones entre fuertes personalidades, los dilemas morales planteados, las reflexiones… son hasta tal punto simples y centradas, sin apenas divergencias que nos inviten a pensar, que no pueden salir de la misma pluma que “El Conde”.

Trataré de olvidar esta lectura… vosotros, tratad de evitarla.


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En esta secuela, el protagonista es Benedetto, el malogrado hijo de Villefort. La trama parte de la venganza que impone el magistrado sobre su verdugo Edmundo Dantés y que es recogida por su hijo para llevarla a término empuñando la mano del muerto, que ha seccionado del cadáver de su padre al salir de prisión. A partir de entonces la venganza se desarrolla en términos similares a la del Conde de Montecristo. Benedetto consigue los medios para verse encumbrado en cuanto a dinero y poder. Estos no son tan lícitos como los del Conde, Benedetto engaña, traiciona y se cree enviado de la justicia divina que a Edmundo Dantes se le fue de las manos. Desde entonces cada personaje que se encuentra en su camino resulta corrompido y comienza a odiar al Conde. La difamación y su macabra reliquia hacen que los supersticiosos italianos clamen contra Montecristo tanto como antes lo ensalzaban. De manera absurda, unos personajes reconocen al Príncipe Calcavanti en Benedetto como otros parecen haberlo olvidado súbitamente.

La trama se precipita hasta un desenlace tan innecesario como demasiado moralista. Una especie de equilibrio cósmico destruye a cada ser, desde los más inocentes hasta las manos más vengativas. El hijo de Villefort y de Herminia Danglars devuelve punto por punto al Conde todo el daño inflingido en su venganza. Secuestra al hijo del Conde, deja que su mujer muera en sus brazos sin que él reciba el descanso del último viaje y finalmente lo condena a una vida de arrepentimiento destrozando los cimientos morales y de autoridad sobre los que se levantaba la venganza de Montecristo. En el final de la novela, descubrimos que Edmundo Dantes nunca dejó de amar a Mercedes, siendo Haydee solo un espejismo con el que calmar su alma y encontrar una paz íntima, y por este amor, Edmundo Dantés, expira en el mismo instante que el cuerpo sin vida de Mercedes la Catalana toca la tierra de su sepulcro.

Todos los personajes que conocíamos de la primera novela, mueren. Un equilibrio cósmico, las leyes del karma quizá, acaba con ellos de manera cruenta. Danglars muere en un motín, ejerciendo de piloto de una nave que no le pertenecía ¿os suena esta situación de Danglars? Luigi Vampa es por fín ajusticiado al perder el rumbo cayendo enamorado de Eugenia Danglars y siendo traicionado por sus hombres. Herminia Danglars acaba en un convento, de monja que auxilia a los penitentes, asistiendo a su hijo Benedetto el día de su ejecución (si, en esta novela Benedetto conoce que ha de acabar así, nunca lo evita). Mercedes muere de pena y melancolía, y el Conde muere con ella, al igual que pensó morir al lado de Haydee que se envenena compartiendo su cáliz con el Conde quien sin embargo no falleció. Alberto de Morcef, Valentina y Maximiliano Morrel (estos últimos con sus hijos adoptivos, uno el hijo del Conde y Haydee, la otra hija de Eugenia Danglars y Luigi VAmpa) mueren en el naufragio de un barco que partía para Argel. ¿Veis la inutilidad e innecesariedad de este final?

Esta novela no es para mi de Dumas, no puede construir un personaje como el Conde de Montecristo para luego deconstruirlo, derribarlo de ese modo. No puede crear una novela simple, una narración de hechos sin un fundamento y estilo reales. Trataré de olvidar esta lectura… vosotros, tratad de evitarla.

jueves, 22 de enero de 2009

Olvidoteca

Hace ya algún tiempo que lei esta noticia, puede que no sea muy fresca (quiza huela un poquito) pero sigue poniendo una sonrisa en mi cara cada vez que la leo.

El Hotel Conde Duque de Madrid ha tenido una idea que por sencilla resulta especial. Cada viajero llega, pasa una o dos noches y se va. Pero no es una estancia aséptica, con las prisas y el trajín de la partida se ha dejado un libro en la mesilla, o en la alfombra, donde cayó al quedarse dormido el día antes. Pues bien, la Gerente del Hotel, aficcionada a la literatura inglesa (nacionalidad e idioma de la mayoria de los libros olvidados dado el volumen de clientes extranjeros) pidió a la gobernanta que se los diese. Pero el flujo de libros no cesaba, y pronto necesitó una estantería. El hecho de que queramos compartir lo que nos gusta le llevó a colocarlos en una vitrina a disposición del personal y de los clientes... creó una olvidoteca.

A mi personalmente, me encanta la idea. El olvido de alguien genera el encuentro de otra persona. Es una idea inocente y romántica, pero el que dos personas que no saben de la existencia de la otra, que nunca lleguen ni tan siquiera a cruzar una mirada, por un momento esté conectadas por algo tan personal como un libro me parece genial. Es como el fenómeno del Bookcrossing pero de una manera más accidental, más "mágica"... de una manera llena de serendipia.

domingo, 11 de enero de 2009

Odio las tardes de domingo...

Ya son las diez, se acaba el domingo, y como a todos los domingos, les sigue un lunes.

Un libro que termina, una frase final. A esa frase le sigue un punto. A ese punto, un blanco. Esa es la parte que más odio. El blanco. Nada.

Ocurre lo mismo con las tardes de domingo, son ese blanco. El espacio entre tu fin de semana y el lunes que entra. Las tardes de domingo se malgastan en volver a casa, o en despedir a los que han venido. En prepararte para la semana o en difuminar lo que han sido dos días de placidez seráfica.

Supongo que mi trauma viene de cuando me llevaban al internado; llegando las cinco de la tarde, cogía la maleta y me llevaban en coche hasta la puerta del colegio. Alli aún no había casi nadie, y después de subir las escaleras (en las que siempre hacía frio), deshacías la maleta y te sentabas en aquellas camas de 80, con la colcha blanca, mirando tu trocito de pared azulejada y el espejo sobre el lavabo, sin saber muy bien que hacer. Normalmente optaba por leer, pero hoy no tengo ganas ni de eso.

En fin, necesitaba desahogarme, romper una lanza a favor de los lunes. Son sólo el primer sía de la semana, un comienzo... siempre me han gustado más los inicios que los blancos que señalan el final.